Sin querer darnos cuenta, ni nos imaginamos los cambios que experimentamos como personas en un año. Maduramos, experimentamos, crecemos. Vivimos, cada uno a su manera, nuestro teenage dream particular. Pero sin quererlo, siempre sigue viviendo dentro de nosotros ese pequeño/a que algún día fuimos.
Vemos a nuestros hermanos menores que todavía pueden jugar con muñecas, ir a los parques a rebozarse en arena, destrozarse las rodillas con la bicicleta, pensar que son los reyes del mundo. Si supieran lo que a veces podemos llegar a envidiarles...
Aún pudiendo experimentar lo que se corresponde con la etapa de la infancia y la pubertad, en las cuáles parece que podemos vomitar arco iris de lo felices que somos, parece que nuestros pequeños tienen demasiada prisa por hacerse mayores.
Ahora ya no exiten las canicas, ni las muñecas, ni esos veranos haciendo pulseras con cuentas de mil colores. Parece que todo gire entorno al grupo de whatsapp y todas esas tonterías de niños que quieren crecer demasiado rápido. Por no hablar del daño que hacen todas esas series que les pintan un mundo adolescente de color de rosa, léase como ejemplo todas las de Disney Channel.
Hay que diferenciar entre querer madurar y madurar de golpe. No hay necesidad de que las futuras generaciones estén encerradas en esas pantallas táctiles. Que vale, a nosotros nos cogió la etapa messenger y los tiempos mozos del tuenti, pero no nos han llegado a dañar tanto durante la edad del pavo como a esas niñas que con 13 años ya piensan en emborracharse y quemar sus tacones allá por donde vayan.